23.6.05

HABIA QUE ESTAR PORQUE ERA DE VIDA O MUERTE

El estadio del Parque Central de Montevideo donde se jugó la Copa América 1924.
El sábado 1° de noviembre de 1924, Día de los Santos Inocentes o de los Muertos, según se quiera nominarlo, un día después de los futbollers argentinos, rebalsando de fanáticos, con el precio rebajado al 50% gracias al espíritu nacional y popular de los armadores del monopolio naviero que disfrutaba la franquicia de flotar con exclusividad por todos los ríos argentinos navegables, la familia Mihanovich, oriunda de algún lugar del este europeo, con fuertes intereses en ambas orillas, partió el otro vapor la carrera. Es que la mano, como decían las parteras, venía de culo. El fixture, por esas cosas que tiene el azar a dedo, indicaba que el último partido, el domingo 2, a las 15:00 en todos los relojes, fuera entre uruguayos y argentinos, los de la Reina del Plata habían empatado con Paraguay, perdido un punto de oro en esos trances, y los locales, con sólo empatar, se quedaban no solamente con la Copa América sino que según estaban totalmente convencidos volvían a ser campeones olímpicos, revalidaban lo ya logrado y que nadie había estipulado que se había poner en juego otra vez, algo que los argentinos, tanto jugadores como espectadores, también dirigentes de todo pelaje, aunque sin hacer bandera, bajo todo punto de vista tenían que impedir, aunque todos, de uno y otro lado, como se decía entonces -pero se debe prestar atención-, era de jugando, no en serio, en antiguo equívoco generalizado de que el juego, lo lúdico, no es serio cuando es justamente el origen de la cultura humana. Y era tan serio, aunque parezca estúpido, lo que estaba en juego, que el resultado fue como fue.

La tenida tuvo lugar en la cancha del Parque Central. El lleno fue completo. En el palco oficial, poniéndole un digno marco, junto al ya mencionado ingeniero Serrato, presidente de los locales, estaba su par del otro lado, el muy paquetón Marcelo Torcuato de Alvear. En torno a ellos, según las jerarquías, ministros de todas las carteras, sonrisas, chichoneos y comentarios mesurados. Un categórico 0 a 0 fue el resultado final y la obvia mayoría local celebró a rajacincha haberse quedado con el trofeo y, según la versión propia, lo otro. Los jugadores argentinos pasearon en andas, en un remedo de vuelta olímpica atrofiada, al arquero y poeta Américo Tesorieri. Era, sin lugar a dudas, el verdadero y único héroe de la jornada. Aun los más ignorantes en fútbol saben que cuando este tipo de jugador alcanza semejante papel decisivo es porque los contrarios se pasaron casi la totalidad de los 90 minutos tirándole desde todos los ángulos y con todos los calibres.

El clima alcanzó su máxima densidad cuando fueron directamente hasta donde estaba lo más pesado de la hinchada local y le exhibieron al ídolo, quien les gesticuló en la cara sin inhibiciones, equívocos, malos entendidos o polisemias. El pandero era llevado por el recio zaguero boquense Segundo Medici, quien se había cansado, durante el encuentro, de revolear delanteros locales a los patadones.

La desconcentración, sin embargo, se produjo relativamente en orden. Salvo algunas excepciones, como la del mencionado Medici, que ya cambiado, de regreso desde el Parque Central hacia donde estaban alojados, en la parte trasera de un auto con otros jugadores, medio cuerpo afuera por la ventanilla, bandera argentina al viento, por la 18 de Julio les gritaba de todo a los domingueros transeúntes. Hubo quienes tuvieron la tupé de responderles, el vehículo se detuvo y el nombrado descendió para darles como si estuvieran de cumpleaños.

El ambiente montevideano, normalmente pachorra, como siempre, empezó a recalentarse con la llegada del anochecer. Las versiones -para variar- encontradas sobre lo que va a detonar y suceder nunca puntualizaron en qué forma y en qué orden se fueron concentrando todos los argentinos que habían hecho el crucero frente al Hotel Colón, ya desaparecido, Mitre esquina Rincón, en plena Ciudad Vieja, y frente al Jockey Club uruguayo, donde se alojaba la delegación visitante. A un borracho parlanchín y provocador las dos partes van a coincidir en cargarle el sambenito de haber hecho de agente detonador.