25.8.10

PARA MATIZAR LA LECTURA

1.11.09

COPYRIGHT

Todos los derechos reservados.
Por Copie y Pegue sin comillas y sin mención de la fuente, por favor en la bitácora de al lado.
Otra gratificación es que a partir de esta bitácora y su correspondiente edición en papel, para Los Cuadernos del Sur, hubo una especie de epidemia: todos se acordaron de pronto de tole tole con el primer muerto, investigaciones, objeciones, originalidades. Y que tenían mejores versiones. Y que había errores de ortografía. Hasta encontraron otro asesino y decidieron reformar el Derecho Penal universal. Era argentino, como es obvio, lo encanastaron en la Reina del Plata, y cumplió la pena en Devoto.
¿Y la extaterrioralidad del delito, que tendría que haber cumplido la chirona en Punta Carretas, Montevideo?
El fulbo es un sentimiento, bepis, no jodáis con minucias.

23.6.05

PORTADA

Hotel Colón, en la Ciudad Vieja. Aquí fue el escenario de la pelea y la muerte.


Amílcar Romero

MONTEVIDEO, 1924

El fútbol argentino reincorpora por primera vez a la muerte
Ediciones BP
Buenos Aires, 2005

ESCAPAR A LA CARRERA

Vapor de la carrera surto en Montevideo. El Artigas fugó con el asesino arriba.

Todo hecho significativo, emblemático, no puede llegar a la condición de tal si no arrastra algo de historia propia y de la otra, de la grande y de uso común. Aquel año de 1924 le dejaría al fútbol nacional tres hitos tan imborrables como casi consecutivos. Para entender el resto de los sucesos se debe tener permanentemente en cuenta que el primer antagonismo futbolero nacional todavía estaba lejos de ser River-Boca y que fue originalmente Buenos Aires-Montevideo. Vale la pena insistir: no argentinos contra uruguayos, sino porteños enfrentados a montevideanos, tal como lo testimonia un candombe clásico de Balbi y García, como también otras constancias documentales [1]. En el verano europeo de aquel año, para colmo, como catalítico, habían tenido lugar las olimpíadas de París y en el fútbol las medallas, vítores y honores habían sido para los uruguayos. Argentina no presentó equipo. Pero la sangre quedó en el ojo y para dirimir semejantes oropeles, con un común acuerdo tácito, se decidió que semejante logro debía ser revalidado como se debe, en un pleito mano a mano entre los dos taitas sureños, por entonces la flor y nata indiscutible del fútbol mundial.

[1] Escobar Bavio, Ernesto. El fútbol llegó a la Argentina en barco, serie de 22 notas en La Nación, Buenos Aires, del 10/09 al 01/10/65. El autor fue un pionero en los relatos deportivos radiales y tiene varios trabajos valiosos por el conocimiento directo de los hechos y riqueza anecdótica. En esta publicación da cuenta que ya en 1905 estas tenidas, en una orilla y otra, con una noche de crucero intermedio, dirimían porfías que excedían en largo el campo de juego, que estaban en juego los trapos que no eran llamados de tal modo, pero con total valor de tótem, y que eran las respectivas banderas nacionales. El tema musical mencionado es Uruguayos campeones, de los mencionados cantautores, y recogido en un CD antológico titulado Uruguay 1990.

La fecha quedó fijada, mediante el acuerdo de las dos ligas, para el domingo 29 de setiembre de1924. Escenario: la canchita que Sportivo Barracas tenía al sur de Buenos Aires. La expectativa fue tal que la multitud barrió con la primera línea de sillas que festoneaba todo el perímetro y que los escasos privilegiados, los únicos en no estar de pie, disfrutaban a escasa distancia del rectángulo marcado por las línea de cal, casi entre las piernas de los jugadores y con el riesgo de comerse un pelotazo de aquellos pesados bodoques de cuero casi crudo, cerrados con un cordón de tripa, por donde se introducía y se inflaba la cámara con tiento. La invasión del campo fue tal que no hubo más remedio que suspender el partido.

Al miércoles siguiente, 2 de octubre, se llevó a cabo por fin el pleito. Con dos novedades que a la luz de sucesos posteriores van a ser decisivos: la cancha estaba por primera vez en la historia del fútbol mundial cercada por un alto alambrado perimetral, de los usados en los gallineros, y el wing izquierdo blanquiceleste, Cesáreo Onzari, fue el autor del gol para abrochar el 2 a 1 final, como consecuencia de la ejecución sin interferencias de ninguna especie de un tiro de esquina. Resultados directos y nefastos o pintorescos y grotescos, según quiera mirárselos y paladearlos: de manera irrefutable, aunque sin las medallas oficiales, los campeones olímpicos pasamos a ser nosotros y, por carácter transitivo del olimpismo, tanto el alambrado como el gol pasaron a lucir de ahí en más, sin discusión, el distinguido apellido. «Son dos de los más grandes inventos nacionales», supo ironizar con acritud Dante Panzeri [2].


2 Panzeri, Dante. Burguesía y gansterismo en el deporte. Ediciones Líbera, Buenos Aires, 1974, 414 págs.

«AQUI ESTAN,/ ESTOS SON»

Una de las características esenciales del deporte es la de perpetuar el conflicto del que es hijo para evitar las posibilidades fatales de los cuestionamientos totales, fundantes, jamás cerrar el pleito y siempre dar revancha. Al mes siguiente, noviembre de 1924, se tenía que disputar en Montevideo otra edición de la Copa América y tanto los antecedentes que ya portaban casi medio siglo, más resabios que habían quedado como los augurios de la que se podía venir fueron de tal magnitud que entraron a cosquillear las asentaderas mismas del Poder establecido. A punto tal para entrar a hacer sospechar desde entonces que el fanatismo futbolero genera tanto una estupidez trasnacional como una muy probable chifladura con características propias como para ser analizada científicamente [3]. Porque el Congreso de la otra orilla se abocó a la tarea de tratar darle forma legal al disparate: prohibir de una vez para siempre el enfrentamiento de las selecciones nacionales por la cantidad de despiporres que se armaban y, muerto el perro, adiós a la rabia. Pero la política nunca, en cualquier época y país, fue un buen refugio para la cordura. Por lo tanto, ya que estamos, pongamos la mejor, y se entendió que era necesario salir también al cruce el mismísimo presidente de la Nación, ingeniero José Serrato, quien por cadena nacional le legaría a la posteridad conceptos señeros, inmerecidamente no reconocidos. Como no había tevé y por lo que habría de perpetuar, da lugar para la sospecha que para la alocución hasta se había quitado la banda y puesto la camiseta celeste, algo peligrosamente nefasto en cualquier país para ejercer cualquier tipo de actividad que pueda tener alguna incidencia pública. "La fuerza pública, que reprime el desorden, puede impedir las consecuencias de éste, pero no borra el desprestigio en que cae el público que muestra su incultura provocando o no evitando disturbios durante el desarrollo de los matches de football", dijo con la terminología reinante entonces. "El Parlamento ha confiado en el pueblo oriental al negarse a votar una ley que tendía a suprimir los encuentros deportivos internacionales y yo confío también en que los orientales, que para siempre ostentan el título de campeones, demuestren que el espíritu olímpico reina en el pueblo."

3 Lever, Janet. La locura en el fútbol. Fondo de Cultura Económica, México, 1985, 358 págs.

Había confundido la tribuna pública con los tablones. Lo esperaba no justamente el bronce para tamaños sandeces.

«¡ALLA VAMOS, CHARRUAS!»


El vapor de la carrera que salía todas las noches rigurosamente a las 21:00 de la Dársena Sur con destino a Montevideo, partió el viernes 31 de octubre de 1924 con la selección albiceleste en los camarotes de 1ª clase. Supuestamente eran jugadores amateurs, pero sólo en los supuestos. Un cinismo blanduzco, siempre a mano, le llamaba amauterismo marrón a eso de ser sportmen a sueldo con sumas ya astronómicas para la época. La travesía, según estuviera el tiempo y los vientos, duraba entre 12 y 14 horas. La pacatería de ambas orillas tomaba a esos cruceros como una reunión social más para el correspondiente intercambio de comunicaciones, negocios y exhibiciones de poder adquisitivo y frivolidades. Las veladas eran aprovechados como una ocasión para que fuera más que propicio dejar flotar perfumes, humos de cigarrillos en la punta de largas boquillas y todo el glamour parisino trasplantado culturalmente a ese brazo de mar rebautizado río también gracias a un acuerdo común en torno a las necesidades de la metrópoli de turno. Camarotes con dos cuchetas casi iguales a las camas comunes, de tierra, restaurante de lujo con cocina internacional que en realidad era fundamentalmente francesa, casino, bar y dancing que sólo el rolido o los cabeceos violentos de aguas movidas podían alterar.

Bueno, también estaba el fútbol, al decir de un autor ya citado [4].

4 Escobar Bavio, Ernesto. Op. cit.

Ya desde principios de siglo, bastante antes del Centenario, suficiente que hubiese una tenida internacional de ese tipo, para lo que normalmente era un viaje de placer y disfrutar la vida desde la cúpula social, para que si hacía una noche con buen tiempo de abajo de la cubierta, a la altura de la bodega, junto con bultos y animales, donde viajaba el pobrerío en todas sus variantes, brotara una especie de erupción grasosa en forma de energúmenos con saquitos ajustados al cuerpo, pañuelo al cuello, sombreros requintados, palillos y cigarrillos negros colgando de los labios, que se expandías como si se multiplicaran y bajo los sones de tríos de violines, flauta y guitarra, bien como machos que eran, se enlazaran carita a carita y el rayar del alba los sorprendiera en medio de cortes y quebradas. Que era lo de menos. Porque con el paso de las horas, los altos para recuperar algo el aliento y al fresquete que corría encima de tanta agua los matizaban con ginebra, grapa y caña, un cocktail no muy ortodoxo que daba como resultado que tanto las risas estentóreas y los diálogos urticantes fueran subiendo de tono para que no sólo no se pudiera pegar un ojo en toda la noche, sino hasta tratar de utilizar inútilmente las almohadas para taparse los oídos. El tema del animado griterío y el vocabulario usado, de un tono verde y marrón bien concentrados y subidos, eran como para sonrojar al peor carretonero de entonces.

Al ir avistando el cerro y enfilando la proa hacía la bahía la excitación masiva volvía a crecer. El sol empezaba a subir. Desnudaban por completo los torsos, también al aire libre, sin prejuicio alguno, y se envolvían con el pabellón nacional y vuelta a vestirse, como si todo fuera normal, iguales que las brisas más fresquitas que venían mucho más directamente del océano. Al hacer pie en territorio enemigo los estaban esperando no justamente para salutaciones fraternales. También el camino hasta el estadio iba a estar sazonado con sobresaltos varios. El objetivo, aparte de abollarle la cara al otro y hacerle saltar la chocolata, era justamente apoderarse del trapo al que todavía no le llamaban de ese modo pero que ya tenía un absoluto valor totémico, máxime tratándose de la insignia nacional. Si no se podía evitar quedar con un ojo en compota o perder alguna pieza dentaria, que a uno encima le sacaran la bandera era el máximo deshonor, una ignominia insoportable.

La apacible mañana montevideana también sabía de esos bruscos trastocamientos. Las casi amodorradas amas de casa que mateaban en las puertas de su casa, sobre silla petisonas, o en los balcones de la calle del primer piso con todo abierto, clamaban aterradas al ver aparecer el primer atisbo de la turba:

-¡Son los del fútbol! -y corrían hacia los interiores, cerrando todo a cal y canto a su paso.

La visita uruguaya para esta orilla tenía un correlato multiplicado. Desembarcaban en la Dársena Sur, donde ya los esperaba el primer Comité de Recepción, tenían que llegar a Plaza Constitución para embarcarse hacia La Plata, y allí estaba otro más para duplicar la dosis, que bien podía ser el primero dispuesto a disputar al segundo tiempo, y al llegar a la dichosa Ciudad de las Diagonales (vulgata: La Plata), desde donde para colmo tenían que ir hasta el bosque que desde siempre habitó el Lobo y jamás Caperucita, donde se encontraba la vieja canchita de Gimnasia y Esgrima, rebosantes de los faenadores del Swift de Berisso, con la filosa faca debajo de la faja de lanilla, de ahí el dichoso mote de triperos, bueno, por fin el postre. Se daban para tener y recordar. De ida y de vuelta. De vuelta y de ida. Las respectivas ligas totalmente de acuerdo para que estas ceremonias rituales tuvieran la motivación y el espacio suficientes. Desde siempre, sobre todo en las cúpulas, todo el mundo estuvo enterado desde el primer momento y fomentándolo con sólo mirar al costado. La prensa, para que no dijeran que cumplía con su sagrada misión, procedía a consternarse sólo cuando las detonaciones no eran mera pirotecnia y, por supuesto, si quedaba brillando lo bermellón de la sangre sobre el piso.

Mientras tanto, todo normal.

Ha pasado casi un siglo desde aquellas primeras revueltas y las crónicas, salvo detalles de ambientación, escenografía y vestuario, parecen del fin de semana pasado, en cualquier cancha del país.

HABIA QUE ESTAR PORQUE ERA DE VIDA O MUERTE

El estadio del Parque Central de Montevideo donde se jugó la Copa América 1924.
El sábado 1° de noviembre de 1924, Día de los Santos Inocentes o de los Muertos, según se quiera nominarlo, un día después de los futbollers argentinos, rebalsando de fanáticos, con el precio rebajado al 50% gracias al espíritu nacional y popular de los armadores del monopolio naviero que disfrutaba la franquicia de flotar con exclusividad por todos los ríos argentinos navegables, la familia Mihanovich, oriunda de algún lugar del este europeo, con fuertes intereses en ambas orillas, partió el otro vapor la carrera. Es que la mano, como decían las parteras, venía de culo. El fixture, por esas cosas que tiene el azar a dedo, indicaba que el último partido, el domingo 2, a las 15:00 en todos los relojes, fuera entre uruguayos y argentinos, los de la Reina del Plata habían empatado con Paraguay, perdido un punto de oro en esos trances, y los locales, con sólo empatar, se quedaban no solamente con la Copa América sino que según estaban totalmente convencidos volvían a ser campeones olímpicos, revalidaban lo ya logrado y que nadie había estipulado que se había poner en juego otra vez, algo que los argentinos, tanto jugadores como espectadores, también dirigentes de todo pelaje, aunque sin hacer bandera, bajo todo punto de vista tenían que impedir, aunque todos, de uno y otro lado, como se decía entonces -pero se debe prestar atención-, era de jugando, no en serio, en antiguo equívoco generalizado de que el juego, lo lúdico, no es serio cuando es justamente el origen de la cultura humana. Y era tan serio, aunque parezca estúpido, lo que estaba en juego, que el resultado fue como fue.

La tenida tuvo lugar en la cancha del Parque Central. El lleno fue completo. En el palco oficial, poniéndole un digno marco, junto al ya mencionado ingeniero Serrato, presidente de los locales, estaba su par del otro lado, el muy paquetón Marcelo Torcuato de Alvear. En torno a ellos, según las jerarquías, ministros de todas las carteras, sonrisas, chichoneos y comentarios mesurados. Un categórico 0 a 0 fue el resultado final y la obvia mayoría local celebró a rajacincha haberse quedado con el trofeo y, según la versión propia, lo otro. Los jugadores argentinos pasearon en andas, en un remedo de vuelta olímpica atrofiada, al arquero y poeta Américo Tesorieri. Era, sin lugar a dudas, el verdadero y único héroe de la jornada. Aun los más ignorantes en fútbol saben que cuando este tipo de jugador alcanza semejante papel decisivo es porque los contrarios se pasaron casi la totalidad de los 90 minutos tirándole desde todos los ángulos y con todos los calibres.

El clima alcanzó su máxima densidad cuando fueron directamente hasta donde estaba lo más pesado de la hinchada local y le exhibieron al ídolo, quien les gesticuló en la cara sin inhibiciones, equívocos, malos entendidos o polisemias. El pandero era llevado por el recio zaguero boquense Segundo Medici, quien se había cansado, durante el encuentro, de revolear delanteros locales a los patadones.

La desconcentración, sin embargo, se produjo relativamente en orden. Salvo algunas excepciones, como la del mencionado Medici, que ya cambiado, de regreso desde el Parque Central hacia donde estaban alojados, en la parte trasera de un auto con otros jugadores, medio cuerpo afuera por la ventanilla, bandera argentina al viento, por la 18 de Julio les gritaba de todo a los domingueros transeúntes. Hubo quienes tuvieron la tupé de responderles, el vehículo se detuvo y el nombrado descendió para darles como si estuvieran de cumpleaños.

El ambiente montevideano, normalmente pachorra, como siempre, empezó a recalentarse con la llegada del anochecer. Las versiones -para variar- encontradas sobre lo que va a detonar y suceder nunca puntualizaron en qué forma y en qué orden se fueron concentrando todos los argentinos que habían hecho el crucero frente al Hotel Colón, ya desaparecido, Mitre esquina Rincón, en plena Ciudad Vieja, y frente al Jockey Club uruguayo, donde se alojaba la delegación visitante. A un borracho parlanchín y provocador las dos partes van a coincidir en cargarle el sambenito de haber hecho de agente detonador.

«NOOO, NO TE VAYAS CAMPEON;/ NOOO, NO TE VAYAS, POR FAVOR»

Américo Tesorieri, arquero y poeta, el héroe. Su allegado (¿escudero?), Pepino El Camorrista, sindicado como autor material del homicidio.

"No podemos negar que asistíamos a este partido con cierto temor", aceptó La Nación desde esta orilla, el principal difusor de los inicios del fútbol en nuestro país, en su edición del día siguiente, lunes 3 de noviembre, a pesar de lo precario y lento de las comunicaciones de ese tiempo, por telégrafo y en sistema Morse. Ya en la edición impresa cuando mucho diez horas después de lo sucedido en la otra orilla, a más de 300 kilómetros de distancia, comentaba que "no puede imaginarse final más desgraciado de esta gira de los jugadores argentinos, y ello debe ser decisivo para que las autoridades nacionales tomen las providencias del caso, a fin de impedir nuevos matches que habrán de tener consecuencias fácilmente previsibles." Han pasado más de 80 años y parece ayer, ¿no? El papel de profetas tardíos, melindrosos, que cornudamente todo lo saben y nunca hacen nada para impedirlo, más el de plañideros vocacionales para cuanto luto ajeno ande suelto, siempre queda bien, de medida, socialmente luce a buena conciencia y a ciudadanía bordeando lo ejemplar del sentido común, el menor común de los sentidos.

La trifulca que terminó con un muerto y un herido tuvo lugar entre las 21:30 y las 22:00. Para una versión, frente al hotel ya mencionado se encontraba un grupito de allegados (sic, ya existían) a los jugadores visitantes, vivándolos e incitándolos a que salgan a los balcones a saludar. Cuando esto sucedió, sobre todo cuando lo hizo Américo Tesorieri, la ovación de cuando mucho el centenar de fanáticos resonó en la Ciudad Vieja. La policía brillaba por su ausencia, y cuando se haga su presentación, tarde y con pocos efectivos, va a ser tan o más inútil como decorativa. Las crónicas documentaron que el borracho nunca identificado "profirió palabras que si bien es verdad eran de grueso calibre a los vivas de los parciales argentinos, de ninguna manera puede tolerarse que determinados jugadores arrojasen algunos proyectiles desde los balcones." La infaltable moralina aportó lo suyo: "Esta incalificable conducta revela también la falta abundante de contralor de los dirigentes", se animó con cierto coraje cívico La Nación, porque a decir verdad, salvo con las camas, los idolatrados deportistas falsamente amateurs no sólo tiraron con todo lo que tuvieron a mano, sino que cuando se les acabaron hasta las perchas, casi todos bajaron a agregarse a la zurra colectiva al presunto mamado y a la tremolina que no tardó en generalizarse.

Y en su gran mayoría estaban armados no solamente de coraje...

Según el matutino montevideano El Día, ya desaparecido, Pedro H. Demby (26), soltero, bancario, remero, con físico de pato vica, estaba tomando algo en el Jockey Club enfrente del hotel y con otros compatriotas salieron en defensa del aporreado sin compasión. Un repaso de los datos da cuenta que donde el joven ponía la mano, un argentino iba al suelo por toda la cuenta, y que cuando se encontraba en lo mejor de semejante tarea fue cuando ocasionalmente se enfrentó a uno de funyi, obviamente trajeado, que llevaba una caja cuadrada de las típicas que servían de envase a los sombreros para damas de la época y tres cortes de tela.


Presumiblemente al sospechar el destino que le esperaba, el candidato al KO seguro dejó caer el bulto, se llevó la mano a la cintura, extrajo y el disparo atravesó no sólo limpiamente la garganta del joven deportista, sino que dada la época y la moda de usar el pelo engominado, terminó su trayectoria en Aníbal Loy (48), un vecino que también se había agregado como comedido. El proyectil, perdida la fuerza, no alcanzó a atravesarle la calota craneana y se le deslizó por el cuero cabelludo, haciéndole como una raya para el peinado. El lugar de la herida y la abundante hemorragia hizo pensar, en un primer momento, que era grave e incluso fatal. Tal el motivo que durante varias horas circuló la especie sobre la existencia de dos muertos, no de uno solo, como si no fuera suficiente.

La policía tardó en llegar, no cerró el acceso al puerto para peinar a los inminentes pasajeros que se embarcarían como si trajeran a Mandinga soplándoles la nuca y retornar a la otra orilla más rápido que pronto y buscar al que respondiera a las señas de los muchos testigos presenciales, como tampoco impidió otra tupida golpiza entre civiles de los dos países en las cercanías del muelle, tratando de desequilibrar de alguna manera el molesto empate en la cancha [5]. El General Artigas, de la compañía naviera Mihanovich, que los había traído, violando normas específicas y con maniobras de embarque y desamarre que no tardan cinco minutos, zarpó una hora antes de lo previsto. Mejor dicho, escapó sin el permiso correspondiente de la Capitanía de Puertos y ni siquiera fuera interceptado por una lancha guardacostas antes que dejara aguas jurisdiccionales.

5 Jeu, Bernard. Análisis del deporte. Barcelona, 1989, 210 págs. Para el sociólogo francés el empate es inconcebible deportivamente, ya que ni siquiera de manera simbólica y temporaria dirime el conflicto fundamental que simboliza. Por otro lado, ya en 1967, en el único caso en que el aparto judicial actuó seriamente y a fondo, durante los interrogatorios a la barra brava asesina los hombres de derecho fueron encontrando un hilo que los llevó a la conclusión que la chatura de los partidos y los empate los exasperaba a tal punto, después de todo el esfuerzo del aguante, a provocar disturbios por cualquier causa a la salida del partido. Romero, Amílcar. El chico de la sombrilla. I-BUCS, Buenos Aires, 2003. Bajada gratis de la edición electrónica en formato PDF con clic en el subrayado.


Eso sí, antes de partir con la selección argentina a bordo, incluso por cierto retraso por lo minucioso de la medida, el Ciudad de Buenos Aires, con todo el plantel de jugadores y dirigentes arriba, fue allanado a conciencia. No encontraron ni una aguja de tejer como elemento punzante sospechoso, menos que menos alguna de las muchas armas de fuego que habían salido a relucir en el entrevero.

Durante toda la noche los telégrafos uruguayos no dejaron de pasar datos y reclamos a las autoridades del otro lado. Hubo solamente dos demorados en territorio argentino, como ya se los llamaba desde entonces, e incluso llegó a hablarse de un santafesino medio rarito, alter ego de un marcador de punta de ese origen que tenía una vida amorosa paralela a su matrimonio formal y lo utilizaba siempre como alcagüete para llevarle costosos regalos a su querida, pero El Día montevideano insistió en dejar consignado que "el sospechoso denunciaba un marcado acento boquense, un dejo genovés". El único hincha de Boca Juniors detenido en Buenos Aires presentó como coartada que no había viajado a Montevideo y que toda la noche del domingo la había pasado con un oficial de la Policía Federal, justamente perteneciente a la comisaría 24ª, con jurisdicción en la siempre particular barriada/país aparte. La casualidad de las recurrencias ya se habían asentado en la Reina del Plata e interiores.

TODAS LAS MIRADAS, TODAS; DE TODOS LOS PERSONAJES, UNO

Zaguero boquense Segundo Medici: le pegó a todo lo uruguayo que se movía, ya fueran jugadores charrúas o tranquilos y domingueros paseantes por la 18 de Julio.


"El público ha demostrado su buen sentido", pifió lindo y para la historia el canciller oriental, Pedro Manuel Ríos, al terminar el partido, ante micrófonos y lápices nerviosos que abreviaban sobre libretitas y anotadores, cuando los prolegómenos del drama que se venía continuaban lo más orondos su parafernalia. Para colmo, cosa de que no faltara nada, el remate se erigió en un digno broche de oro por méritos propios: "Fue una jornada feliz", concluyó premonitoriamente cuando faltaban por lo menos seis horas para la medianoche y un compatriota muerto en el medio.

El engolado formalismo de los hombres que revisten poder no tiene fronteras. El ministro del Interior argentino era Vicente Gallo. Tomar medidas para tratar de identificar y detener al asesino no va a tomar ninguna. Ni siquiera ponerle un vigilante al atraque y desembarco del General Artigas. Pero le telegrafió a su par oriental, cosa de cubrir los baches del protocolo:

LAMENTO VIVAMENTE EL INCIDENTE SANGRIENTO QUE HA SOMBREADO EL DIGNO Y PRESTIGIOSO SIGNO DE CULTURA Y NOBLE ESPIRITU DEPORTIVO. STOP.

Cuesta tanto trabajo creerle como volver a releerlo.

La única pista que dejó el matador fue su sombrero negro, que en el filete interior, de cuero, que lo calza en la cabeza, denotaba su procedencia y acrecentaba las sospechas hacia los boquenses:


Casa Grande & Marelli


tenía estampado a fuego. Ese famoso y tradicional comercio tenía su sede en Almirante Brown 870, pleno corazón de la muy especial barriada/país, pero cuando el juez citó a declarar al responsable, los dueños originales ya no existían y, según quedó asentado, muchos, cuando mandaban a arreglar un funyi berreta, le hacían injertar ese filete para darle prosapia y distinción a lo que tenía una cuna de sombrererías de 4ª y en franco descenso...

¿La chantada también ya se había asentado y sacado carta de ciudadanía? ¿Acaso no era oriunda de los mismos hedores de una Vuelta de los Tachos que ya había sido condenada a morir lentamente por el aparente triunfo a lo Pirro del Puerto Madero? [6]

6 Gobello, José. El lenguaje de mi pueblo. A Peña Lillio Editor. Buenos Aires, 1974, 48 págs. Para el fundador y presidente de la Academia de Lunfardo, el ya extendido y generalizado término proviene del genovesismo ciantapuffi, literalmente estafador, y a raíz de ser perito de parte en una controversia judicial sobre su contenido injurioso, que justamente dio lugar a la anotada edición, le otorga el siguiente y preciso significado: “Insolvente moral y materal.”


Todas las versiones circulantes, y que todavía perduran, le adjudicaron la autoría del certero balazo a José Stella, más conocido como Pepino El Camorrista, un protegido del arquero y poeta Américo Tesorieri que desde chiquilín se paraba siempre atrás del arco de su ídolo, y que los boquenses habían adoptado como mascota. Los años lo hicieron crecer y como ya no tuvo físico para mascota, pasó a una categoría neblinosa entre el cholulo, el guardaespaldas y el que vive a través del ídolo, ya catalogados entonces como allegados, una categoría sociológico/existencial nunca definida y menos que menos estudiada, que el domingo 14 de mayo de 1939, cuando después de tres lustros retorne la muerte a la violencia futbolera nacional, van a tener un papel decisivo en el Lanús-Boca Juniors donde la policía mató a mansalva a dos hinchas zeneizes, entre ellos una criatura de 9 años. Eran tales las mentas del curioso personaje que cuando Boca regresa de la gira europea del año siguiente, ya alcanzada la cumbre consagratoria de gran club y comiencen a expandirse sus adhesiones por la Argentina, El Gráfico de los Vigil le va a dedicar una página entera, con cantidad de fotos, adelantándose pioneramente en inmortalizar a la nueva clase de modelos sociales que estaba ya empezaba a segregar la modernidad.

DE TODAS LAS MUERTES, LA MUERTE

El aristócrata presidente Marcelo Torcuato de Alvear en el populismo radical: estuvo en el palco de honor del estadio del Paque Central y su Ministro del Interior, Vicente Gallo, hizo la vista gorda en los docks.

La muerte no es sólo un hecho que es imposible ocultar. Encima con el marco ritual y espectacular que le da el fútbol, se vuelve más insoportable que nunca [7]. El que más, el que menos, ante estas circunstancias, que se van a volver cada vez más recurrentes, siempre quiso cabecear las responsabilidades y culpas para la mitad de la cancha, cuando no patearla a las tribunas: siempre, inevitablemente, por lo menos sale a relucir la punta de todo lo oculto, del tabú que contiene lo prohibido. "Entonces el fútbol era fútbol", se quejó amargamente, por ejemplo, el legendario Jorge Brown, del famoso Alumni, que integrara el seleccionado que jugó el primer Argentina-Uruguay en 1902, y añorando tenidas de hacha y tiza que ya para entonces pertenecían a un pasado tan irrecuperable como borrado, agregó casi como una lápida: "No había otras incidencias que las del juego."

7 Verdú, Vicente. El fútbol: mito, rito y símbolos. Alianza Editorial, Madrid, 1980, 208 págs. “El entretenimiento es la más escandalosa necesidad humana.” Indudablemente este condimento para nada adicional le pone su carga especial a este tipo de sucesos, como a otros sucedidos en lugares de esparcimiento. Lo urticante y culposo parece estar agazapado tras el inevitable fin de distracción, de evadirse, de vacaciones de la realidad que le acharon los positivistas, padres de la sociología moderna, al deporte en general, cosa de no pensar ni inquietarse por nuestro destino inevitablemente mortal.

Para El Gráfico del viernes 8 de noviembre, no sólo uno de los jugadores argentinos por lo menos sacó a relucir un arma de fuego cuando los montevideanos enardecidos por la baja los acorralaron en el puerto, sino que acusó a "cierto periodismo" de "haber provocado un antagonismo entre aficionados argentinos y uruguayos que no existe ni debe existir." Textual. Y sin ponerse colorados. No se le puede negar a la familia Vigil en todas las generaciones que han tenido toda una trayectoria y han acuñado toda una tradición nacional y popular: negar y sobre todo invisibilizar la realidad a todo trance, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, obviamente al servicio del poder de turno.

Pero la irrealidad no tiene carta de ciudadanía. Y si algo tiene el fútbol como característica esencial, es futbolizar todo. Un jefe policial uruguayo clamó frente a la prensa, también sin siquiera sonrojarse: "Los jugadores argentinos arrojaron todo lo que les caía a la mano, a tiempo que proferían toda clase de insultos y amenazas contra los nuestros, que a su vez contestaron con más cultura, pero con toda energía." La pavada ha aquilatado siempre los méritos suficientes como para tener su propio Pulitzer.

De este lado jamás se anduvo con chiquitas: "Al football también se le explota en forma desconsiderada", clamó El Gráfico en la nota editorial antes citada. "Hemos llegado el año actual a presenciar la enormidad de quince partidos internacionales. [...] Menos negocio, señores dirigentes del football, y mejor football es lo que se desea." ¿Lo habrán releído por lo menos alguna vez? Casi cuatro décadas después lo van a echar sin contemplaciones de la dirección del semanario, a instancias del capitán ingeniero (RE) Alvaro Alsogaray, a la sazón Ministro de Economía, por la cerrada negativa del intransigente Dante Panzeri a plegarse las huestes que estaban instalando precursoramente la Sociedad de Mercado en la AFA y entidades asociados.

THE SHOW MUST BEGIN

El pensador y escritor hindú Rabindranah Tagore vino a ver el potencial industrial argentino desde la mansión de Victoria Ocampo en las barrancas de San Isidro.

Paro el jueves 6 de noviembre el muerto ya había sido sepultado, la prensa hizo otro tanto con el asunto y en el vapor de la carrera de la noche anterior se embarcó en la capital uruguaya el poeta y pensador hindú Sir Rabindranath Tagore, quien llegó a Buenos Aires muy fatigado y afiebrado, tal vez imbuido de los efluvios de un presagio de Premio Nobel. Así y todo, el ilustre visitante declaró que no quería conocer tanto a la famosa industria argentina (¡sic!), sino al alma argentina.

Al misterio sobre la identidad del autor de la primera muerte de la violencia del fútbol se sumó si el célebre intelectual oriental encontró algo para engrosar sus muchos conocimientos y que aparentemente lo había hecho atravesar el Mar Dulce o se volvió tan en ascuas como había llegado. Por lo menos, dejarnos constancia que Argentina tenía una industria y que encima era famosa, aunque sea en la India de las vacas sagradas y los encantadores de serpientes, ya era todo un acontecimiento digno de figurar en el bronce. Si bien como atalaya para avizorar semejante paisaje etéreo eligiera la residencia que su anfitriona, Victoria Ocampo, tenía sobre las barrancas de San Isidro y por donde ambos pasearon y discurrieron, incluso en veladas plateadas de luna, un paraje no muy fabriquero ni de chimeneas humeantes que digamos.

El caso fue que el domingo 2 de noviembre de 1924, jugando de visitante, el fútbol argentino resucitó a la muerte explícita como corolario lógico de los desbordes de las sagradas leyes del juego. Desde el comienzo mismo, lo hizo acuñando una impronta que no abandonará jamás y que la distinguirá de otros fenómenos violentistas que harán eclosión casi sin distingos de frontera, haciendo punta desde fines de los ‘50 al imponer en ese micromundo con autonomía cultural lo que todavía no se le llamaba neoliberalismo: que sea cuasi oficial, subvencionada desde arriba y, fundamentalmente, por encima de cualquier cosa, impune. [AR]


(Villa Gesell, enero del 2005)

PIE DE IMPRENTA


La edición en papel de este trabajo se publicó en Informes del Sur N° 72, Ediciones BP, Cuadernos de Divulgación, Buenos Aires, enero del 2006, 24 págs.

Una edición revisada, ampliada y con bibliografía forma parte de FUTBOL S.A. - Juego, Industria del Espectáculo y Cultura de Masas, Ediciones de la Abeja Africana, Buenos Aires, noviembre 2005, 180 páginas, que se puede adquirir todos los sábados a la mañana en la mesa que Baires Popular tiene en la esquina de Boedo y Pje. San Ignacio o por correo.