23.6.05

«¡ALLA VAMOS, CHARRUAS!»


El vapor de la carrera que salía todas las noches rigurosamente a las 21:00 de la Dársena Sur con destino a Montevideo, partió el viernes 31 de octubre de 1924 con la selección albiceleste en los camarotes de 1ª clase. Supuestamente eran jugadores amateurs, pero sólo en los supuestos. Un cinismo blanduzco, siempre a mano, le llamaba amauterismo marrón a eso de ser sportmen a sueldo con sumas ya astronómicas para la época. La travesía, según estuviera el tiempo y los vientos, duraba entre 12 y 14 horas. La pacatería de ambas orillas tomaba a esos cruceros como una reunión social más para el correspondiente intercambio de comunicaciones, negocios y exhibiciones de poder adquisitivo y frivolidades. Las veladas eran aprovechados como una ocasión para que fuera más que propicio dejar flotar perfumes, humos de cigarrillos en la punta de largas boquillas y todo el glamour parisino trasplantado culturalmente a ese brazo de mar rebautizado río también gracias a un acuerdo común en torno a las necesidades de la metrópoli de turno. Camarotes con dos cuchetas casi iguales a las camas comunes, de tierra, restaurante de lujo con cocina internacional que en realidad era fundamentalmente francesa, casino, bar y dancing que sólo el rolido o los cabeceos violentos de aguas movidas podían alterar.

Bueno, también estaba el fútbol, al decir de un autor ya citado [4].

4 Escobar Bavio, Ernesto. Op. cit.

Ya desde principios de siglo, bastante antes del Centenario, suficiente que hubiese una tenida internacional de ese tipo, para lo que normalmente era un viaje de placer y disfrutar la vida desde la cúpula social, para que si hacía una noche con buen tiempo de abajo de la cubierta, a la altura de la bodega, junto con bultos y animales, donde viajaba el pobrerío en todas sus variantes, brotara una especie de erupción grasosa en forma de energúmenos con saquitos ajustados al cuerpo, pañuelo al cuello, sombreros requintados, palillos y cigarrillos negros colgando de los labios, que se expandías como si se multiplicaran y bajo los sones de tríos de violines, flauta y guitarra, bien como machos que eran, se enlazaran carita a carita y el rayar del alba los sorprendiera en medio de cortes y quebradas. Que era lo de menos. Porque con el paso de las horas, los altos para recuperar algo el aliento y al fresquete que corría encima de tanta agua los matizaban con ginebra, grapa y caña, un cocktail no muy ortodoxo que daba como resultado que tanto las risas estentóreas y los diálogos urticantes fueran subiendo de tono para que no sólo no se pudiera pegar un ojo en toda la noche, sino hasta tratar de utilizar inútilmente las almohadas para taparse los oídos. El tema del animado griterío y el vocabulario usado, de un tono verde y marrón bien concentrados y subidos, eran como para sonrojar al peor carretonero de entonces.

Al ir avistando el cerro y enfilando la proa hacía la bahía la excitación masiva volvía a crecer. El sol empezaba a subir. Desnudaban por completo los torsos, también al aire libre, sin prejuicio alguno, y se envolvían con el pabellón nacional y vuelta a vestirse, como si todo fuera normal, iguales que las brisas más fresquitas que venían mucho más directamente del océano. Al hacer pie en territorio enemigo los estaban esperando no justamente para salutaciones fraternales. También el camino hasta el estadio iba a estar sazonado con sobresaltos varios. El objetivo, aparte de abollarle la cara al otro y hacerle saltar la chocolata, era justamente apoderarse del trapo al que todavía no le llamaban de ese modo pero que ya tenía un absoluto valor totémico, máxime tratándose de la insignia nacional. Si no se podía evitar quedar con un ojo en compota o perder alguna pieza dentaria, que a uno encima le sacaran la bandera era el máximo deshonor, una ignominia insoportable.

La apacible mañana montevideana también sabía de esos bruscos trastocamientos. Las casi amodorradas amas de casa que mateaban en las puertas de su casa, sobre silla petisonas, o en los balcones de la calle del primer piso con todo abierto, clamaban aterradas al ver aparecer el primer atisbo de la turba:

-¡Son los del fútbol! -y corrían hacia los interiores, cerrando todo a cal y canto a su paso.

La visita uruguaya para esta orilla tenía un correlato multiplicado. Desembarcaban en la Dársena Sur, donde ya los esperaba el primer Comité de Recepción, tenían que llegar a Plaza Constitución para embarcarse hacia La Plata, y allí estaba otro más para duplicar la dosis, que bien podía ser el primero dispuesto a disputar al segundo tiempo, y al llegar a la dichosa Ciudad de las Diagonales (vulgata: La Plata), desde donde para colmo tenían que ir hasta el bosque que desde siempre habitó el Lobo y jamás Caperucita, donde se encontraba la vieja canchita de Gimnasia y Esgrima, rebosantes de los faenadores del Swift de Berisso, con la filosa faca debajo de la faja de lanilla, de ahí el dichoso mote de triperos, bueno, por fin el postre. Se daban para tener y recordar. De ida y de vuelta. De vuelta y de ida. Las respectivas ligas totalmente de acuerdo para que estas ceremonias rituales tuvieran la motivación y el espacio suficientes. Desde siempre, sobre todo en las cúpulas, todo el mundo estuvo enterado desde el primer momento y fomentándolo con sólo mirar al costado. La prensa, para que no dijeran que cumplía con su sagrada misión, procedía a consternarse sólo cuando las detonaciones no eran mera pirotecnia y, por supuesto, si quedaba brillando lo bermellón de la sangre sobre el piso.

Mientras tanto, todo normal.

Ha pasado casi un siglo desde aquellas primeras revueltas y las crónicas, salvo detalles de ambientación, escenografía y vestuario, parecen del fin de semana pasado, en cualquier cancha del país.